La forma más primitiva del lápiz que conocemos hoy fue hallado a mediados del siglo XVII en Cumbria, Inglaterra, cuando se encontró un depósito enorme de grafito. Los habitantes de la zona comenzaron a utilizar el grafito porque permitía escribir sobre la piel de las ovejas, y así marcar los rebaños. Su color y brillo llevaron a pensar que en la base de su composición se encontraba el plomo, por lo que fue denominado plumbago. (Lápiz viene del latín lapis, que significa ‘piedra’).
La fragilidad del grafito hacía necesaria una carcasa que permitiese utilizar las barras para la escritura. Los pastores envolvían sus rudimentarios lápices en cordeles o cuero de oveja, pero fue necesario un mayor refinamiento para hacer de ellos una herramienta ágil. Los italianos Simonio y Lyndiana Bernacotti insertaron el grafito en una pieza ahuecada de madera de enebro. La técnica se perfeccionó dividiendo en dos partes el palo de madera para horadar un surco en toda su longitud y posteriormente colocar en medio la barra de grafito.
Pero no fue hasta el 1795 cuando el general Nicholas Jacques Conté descubrió que mezclando polvo de grafito y arcilla y pasándolo por un proceso de cocción se obtenían unas barras de grafito más resistentes. Éste experimento reveló que cambiando los porcentages de grafito y arcilla se conseguían unas propiedades distintas.
Este sistema fue patentado en 1802 por el fabricante austriaco Josef Hardtmuth. Desde entonces, la mina ha podido clasificarse según su dureza, estableciéndose una escala que hoy conocemos: desde 9B, el lápiz más blando, cuyo trazo es de un color negro intenso, hasta 9H, el más duro, que permite dibujar líneas de un color gris claro.